Salvador Arellano

Nieva en el Pirineo y la fuerza de siete hombres sujeta a duras penas al animal que lucha por escapar. La bravura de la cerda se manifiesta en sus chillidos desesperados, que rompen el silencio invernal. Las manos agrietadas de Rufino, de 80 años, manejan las herramientas con gran precisión para evitar sufrimiento al animal, al que respeta en el mismo acto del sacrificio. El gancho es certero y la muerte rápida.


Para algunos la matanza resulta salvaje, pero para Rufino y su familia es una cuestión de costumbre, motivada por la supervivencia. El acopio de víveres permitía aguantar la dureza del frío invierno. Y ahora, aunque el pueblo haya cambiado, se sigue aprovechando el cerdo desde las orejas hasta el rabo. 


Pronto se prepara la hoguera para quemar los duros pelos del animal. Lo siguiente será despiezar. De nuevo Rufino es el encargado de manejar los cuchillos y el hacha.  Abre en canal a la cerda y después de unos golpes exactos desprenden su cabeza, que se deja en un banco de una cuadra reconvertida en trastero. Al lado del morro sanguinolento, el nieto de Rufino juega, sin impresionarse mucho, con su tractor amarillo.

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