Salvador Arellano

Un zorro se asoma entre la niebla y escapa colina arriba. El pueblo de Hong Qui, situado a 4.200 metros, amanece cubierto de nieve. La lágrima helada de un caballo muestra la dureza del invierno en estas montañas tibetanas. Poco a poco el silencio va desapareciendo con la llegada de jinetes de toda la región, que se congregan en una gran explanada. Dos veces al año los hombres de los pueblos cercanos se reúnen para celebrar una competición de carreras de caballos, un deporte con gran tradición en el Tíbet.  Se trata de una ceremonia popular que nada tiene que ver con grandes festivales programados y repletos de turistas. Aquí la gente va llegando poco a poco durante toda la mañana y la organización se reduce a un encargado que va apuntando a los inscritos en un folio sucio y manoseado.


Hacia las dos de la tarde el sol ha derretido la nieve y ya son unos 200 caballos machos los que pastan adornados en la explanada. Pero solo unos pocos competirán, el resto son el medio de transporte de los asistentes, que además aprovechan el evento para negociar con sus bestias. El hipódromo improvisado, un círculo de un kilómetro, queda delimitado por una cuerda de la que cuelgan banderas de colores. En él se disputarán ocho carreras en las que corren entre 15 y 25 jinetes. Los tres primeros clasificados de cada ronda se disputan la final. Y aquí, donde el dinero es un poco menos imprescindible, los premios tienen que ver con las labores del campo. Los cuatro primeros clasificados conseguirán un caballo, un yak, una cabra y una oveja respectivamente.


Algunos jinetes repiten y la mayoría montan sin silla caballos asalvajados. Al otro lado de la cuerda, el público grita con entusiasmo al paso de los competidores, que levantan con fuerza una lluvia de tierra. El jolgorio no logra sin embargo silenciar los exagerados jadeos  de los animales, cuyas muecas forzadas parecen atravesar el límite en esta tierra sin oxígeno.

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